Arturo Tendero: Adelántate a toda despedida. Editorial Pre-textos, Valencia, 2005.

Finis terrae


Despierto y oigo un mirlo
que disputa al silencio su reinado.
Vuelvo a cerrar los ojos.
La mañana es un tren que se avecina
en la estación desierta.
Todos duermen,
nada, sino la voz del mirlo
deja pensar que el mundo está existiendo.
Como si, solos,
el mirlo y yo que escucho,
no muy despierto aún,
mantuviéramos viva
la conciencia del mundo.
Por eso, cuando el mirlo calla más
que de costumbre,
vacila la existencia, se adelgaza,
más leve que el rocío,
se desvanece su
fragilidad en humo.

Madre


Era el olor del bálsamo en la noche,

el concilio del miedo con el tacto,

la luz transida, su susurro,

la alcoba frágil, cercada por el frío y por la fiebre,

la leche recién tibia

tintada con canela de su piel,

las buenas noches, la oscuridad primera,

sus pasos alejándose,

la cama que se hundía lentamente en el bosque,

las sombras torrenciales,

mi voz que la seguía,

ahogada, débil, ronca,

por las habitaciones y los años

hasta perder su rastro entre cipreses.



Hänsel


A cierta hora, en otoño, atardeciendo,

se desdibujan los rumbos cotidianos

y vuelve la ciudad

a ser desconocida y misteriosa

como lo fue en los límites de lo recordable,

en el umbral de saber o no saber quién eras,

cuando algún familiar te alejaba del barrio

hacia un reino de afueras y de escombros,

y de tapias albeadas,

y de bombillas tenues, y de lunas

gigantes y naranjas detrás de unos tejados.

Este instante de pérdida,

fugaz como un vahído, por calles infrecuentes,

es un regreso leve a aquella edad,

muy cerca de estaciones donde hueles

el olor sin retorno de los viajes que hiciste.

Aquí, a donde has llegado,

mengua la luz, se oye

el lento descolgarse de los años,

cómo crecen las sombras y se cierne la noche.

Entonces se abre paso en tu desvalimiento

un instinto que casi te domina:

alzar la mano en busca del adulto

que, tirando de ti, te devolvía a casa.

Alcancía


Igual que una moneda

antigua, diminuta,

también, si así se quiere,

completamente inútil,

aquel cañón de sol

que llegaba a mi infancia

por la persiana rota.

Eternas caravanas

de motas peregrinas

danzaban en su haz.

Sabe Dios desde dónde

vendrían a mi alcoba.

En esta luz de mayo

renace aquel asombro

de la contemplación.

Tú formas parte de ella,

pues se escuchaba,

del fondo de la casa,

tu trajín laborioso

y todo lo tangible

como un aura guardaba

tu olor, tu protección.

Ahora que es infinita

la grieta en la persiana

y que cabéis de sobra

la casa y tú en su espacio,

en la luz que poblasteis,

como en un ascua, soplo

y se reaviva el fuego

dormido de mi vida,

que está ya para siempre

expuesta a la intemperie.


Traidor


Siento extraña la tierra
que fue para mis muertos
el único lindero concebible.
Qué viento es este
que contra el rostro afila su cuchillo.
El campo, sus olores,
todo es ajeno a mí.
Sólo vengo a cambiar
la piel de mis problemas,
no a exponer los sentidos
al clima y su amenaza.
Si mi abuelo labrase aquí
delante, con mi edad,
curtido, sudoroso,
cómo reconocernos,
qué recelo feroz,
qué lejos me han traído
los años y los libros,
esta paz mentirosa.