A cierta hora, en otoño, atardeciendo,
se desdibujan los rumbos cotidianos
y vuelve la ciudad
a ser desconocida y misteriosa
como lo fue en los límites de lo recordable,
en el umbral de saber o no saber quién eras,
cuando algún familiar te alejaba del barrio
hacia un reino de afueras y de escombros,
y de tapias albeadas,
y de bombillas tenues, y de lunas
gigantes y naranjas detrás de unos tejados.
Este instante de pérdida,
fugaz como un vahído, por calles infrecuentes,
es un regreso leve a aquella edad,
muy cerca de estaciones donde hueles
el olor sin retorno de los viajes que hiciste.
Aquí, a donde has llegado,
mengua la luz, se oye
el lento descolgarse de los años,
cómo crecen las sombras y se cierne la noche.
Entonces se abre paso en tu desvalimiento
un instinto que casi te domina:
alzar la mano en busca del adulto
que, tirando de ti, te devolvía a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario